El valor de lo que no pasó
La verdadera prevención no se mide por lo que evitamos, sino por lo que habilitamos al aplicarla: entornos más estables y confiables, contextos donde las decisiones no nacen del apuro ni de condicionamientos, sino de una visión más clara y sustentable, vínculos más consistentes, procesos más cuidados y un margen real de maniobra para liderar con propósito.
Daniel Herlein
6/27/20254 min read


Vivimos en un mundo que aplaude la acción visible, la reacción ante la emergencia, la pronta intervención en una crisis, el hábil manejo de una contingencia.
Nos resultan familiares las imágenes de líderes que enfrentan situaciones críticas, equipos que apagan incendios organizacionales o respuestas rápidas que logran contener conflictos a último momento. Son escenas con fuerza narrativa: tienen tensión, resolución, protagonistas.
Pero en esa celebración de lo visible muchas veces pasamos por alto otra forma de liderazgo, menos espectacular pero igual o más valiosa: la de quienes previenen. Quienes sin hacer ruido, diseñaron las condiciones para que todo aquello se evitara.
Rara vez reparamos en todo lo que no ocurrió: en los conflictos que no estallaron, en los reclamos que no prosperaron, en las inspecciones que no encontraron fallas.
Parafraseando a Nassim Taleb, podríamos decir que “La sociedad premia a los héroes visibles -aquellos que salvan el día cuando todo arde-, pero rara vez reconoce a quienes diseñaron sistemas para que ese incendio no ocurriera”.
Es cierto, la “prevención” no tiene glamour: no es épica, no hay fotos para redes y rara vez se lleva los aplausos -o jugosos bonos-.
En el ámbito laboral, esta ceguera cultural hacia la prevención puede volverse particularmente costosa -y no solo en términos financieros-. Abundan los relatos acerca de cómo situaciones cotidianas o prácticas normalizadas terminan en una carta documento, conflictos internos o daños reputacionales:
una contratación informal;
contratos poco claros;
supervisores que resuelven conflictos “a su manera” y gestionan sin criterios compartidos;
malestar interno silencioso -pero activo en pasillos y redes sociales-;
políticas que sólo existen en el papel;
estilos de liderazgo que desalientan la expresión del malestar;
procesos que no están documentados o actualizados;
comunicación deficiente;
promesas informales que se olvidan y terminan judicializadas;
La mayoría de estos casos resultan en desagradables sorpresas para aquellos que no estaban atentos. Sin embargo, las señales estaban ahí, pero no se habían organizado los mecanismos para detectarlas. Se confió en que “siempre se hizo así” o en que “nunca nadie se quejó”.
La oportunidad de cambiar la mirada
Aplicar un enfoque basado en prevenir implica, en esencia, cambiar la mirada.
Ya no se trata solamente de revisar si la empresa “cumple con la norma”, sino de preguntarse si está en condiciones de detectar sus puntos ciegos y vulnerabilidades, de mirar con atención aquellas situaciones que hoy parecen menores, tolerables, o incluso funcionales.
No se trata de burocratizar la gestión ni de transformar la cultura organizacional en un mapa de prohibiciones.
Adoptar esta metodología nos obliga a trabajar con lo que no se ve, con aquello que aún no ha ocurrido -pero que podría ocurrir-, con los vínculos que parecen estables, pero esconden tensiones; con los procedimientos que funcionan, pero que no resistirían una revisión.
Este tipo de gestión no sólo se apoya en lo evidente, sino también en la posibilidad de ver más allá de lo inmediato. Implica observar patrones, leer silencios, interpretar señales débiles.
En este sentido, gestionar riesgos no es simplemente aplicar controles: es construir sistemas que hagan visible aquello que hoy permanece oculto, anticipar posibles desajustes o revisar prácticas que, aunque hoy no generan problemas, podrían hacerlo en el futuro.
Lejos de tratarse de una metodología rígida o costosa, la adopción de un enfoque preventivo permite a las organizaciones actuar con mayor precisión: concentrarse en aquello que realmente importa, anticiparse con criterio y construir resiliencia.
¿Qué se gana cuando no pasa nada?
Cuando no pasa nada se gana mucho.
Se ganan relaciones laborales más sanas, basadas en el respeto, la claridad y la equidad. Se reduce la rotación de personal, porque las personas eligen permanecer donde se sienten valoradas. Disminuye el ausentismo y las licencias por enfermedad, porque el estrés, la tensión y la incertidumbre dejan de formar parte del día a día.
Se construye un clima de confianza, donde es posible hablar sin miedo, colaborar con fluidez y corregir sin culpa. Se fortalece la reputación, tanto hacia adentro como hacia afuera de la organización. Se evitan conflictos legales que no sólo cuestan dinero, sino también tiempo, energía y reputación.
Cuando no pasa nada, se gana espacio. Espacio para trabajar con foco, para tomar decisiones libres de urgencias y condicionamientos, para construir sin sobresaltos. Se gana estabilidad emocional y operativa, algo cada vez más escaso en entornos laborales marcados por la reactividad.
También se gana tiempo de calidad. Tiempo que no se consume en resolver problemas evitables, sino que puede invertirse en innovar, en mejorar procesos, en liderar mejor. Y tal vez lo más importante, se gana libertad porque se puede decidir sin miedo a que el pasado se le venga encima.
Cuando no pasa nada, no hay vacío. Hay orden, cuidado y libertad para construir.
Epílogo
Quizá uno de los desafíos más profundos que nos plantea gestionar desde un enfoque preventivo es que nos invita a trabajar con lo invisible. Nos exige pensar. No en función de lo que ahora está ocurriendo, sino de aquello que podría pasar si no prestamos atención. Requiere que aprendamos a leer los márgenes, a escuchar lo que no se dice, a ver donde habitualmente ni se mira.
Eso es, en realidad, una forma distinta de gestionar: dejar de actuar sólo cuando el problema es evidente y empezar a intervenir antes.
En ese espacio silencioso donde “no pasa nada”, se está jugando algo esencial: se está cuidando, se está protegiendo el clima interno, la reputación, la integridad de las decisiones.
Una conversación a tiempo, un reclamo que no llegó a juicio, un equipo que no colapsó o una persona que se sintió escuchada y no necesitó escalar el conflicto, son gestos pequeños e invisibles que terminan dando forma a una cultura organizacional sana.
La verdadera prevención no se mide por lo que evitamos, sino por lo que habilitamos al aplicarla: entornos más estables y confiables, contextos donde las decisiones no nacen del apuro ni de condicionamientos, sino de una visión más clara y sustentable, vínculos más consistentes, procesos más cuidados y un margen real de maniobra para liderar con propósito.
Prevenir no es restringir. Es diseñar condiciones para un crecimiento sustentable.
